En 1865 el ingeniero alemán que había puesto el mapa de la riqueza minera de Asturias encima de la mesa de los grandes industriales europeos para que invirtieran en la región, Guillermo Schulz, escribía a mi paisano llanisco, el prohombre de la monarquía José Posada Herrera, que había que «liberar a Asturias del feudalismo especial que allí impide lastimosamente y hasta de un modo inicuo las verdaderas mejoras materiales y la prosperidad pública».
Pero liberar Asturias del feudalismo que todavía imperaba en la región a comienzos de la segunda mitad del siglo XIX no dependía sólo de un gran político, por muy todo poderoso y muy «gran elector» que fuera. Dependía en realidad de la explotación de la riqueza minera y de las empresas que se establecieron para su beneficio, de los campesinos que se transformaron en obreros de minas y talleres haciendo posible la industrialización, y de otros campesinos que se convirtieron en emigrantes permitiendo con sus giros y donaciones la liberación de sus paisanos.
De este tránsito del feudalismo «especial» denunciado por Schulz a la sociedad contemporánea, de los grandes cambios en las condiciones de vida y de trabajo de los asturianos a partir de ese período trata el libro que aquí resumimos, libro basado en el estudio de las topografías médicas ganadoras del premio «Roel» que elaboraron eminentes médicos de la región, y que pretende ser una nueva aportación a la recuperación de la memoria histórica de los miles y cientos de miles de asturianos, obreros y emigrantes anónimos, que desde aquel falso régimen liberal decimonónico a la dictadura franquista tuvieron que soportar una vida de grandísimos sacrificios y radicales transformaciones, haciendo posible la modernización de Asturias.
Desde hace un largo siglo, gracias como dijo Jovellanos a «ese mineral -el carbón- acaso más precioso que el oro y que la plata», y por otra parte gracias a lo que Valentín Andrés Álvarez llamó «la gesta de los indianos», la Asturias central y la Asturias periférica emprenden su intensa transición del antiguo régimen al nuevo, del tardofeudalismo al capitalismo, de la economía de subsistencia a la economía de mercado, del trabajo semiservil al asalariado y del viejo mundo a la modernidad, provocando una transformación radical y completa de las condiciones de vida en la región, que en definitiva determinan que la historia contemporánea del Principado haya nacido realmente al alba del siglo XX.
Esta Asturias contemporánea, hija de lo que salía del fondo de la tierra y de lo que llegaba del lejano mar, hija del carbón y el emigrante, es en consecuencia el resultado de dos revoluciones, de la revolución industrial y de la revolución ultramarina, una revolución industrial movida al vapor del nuevo combustible que trajo a la región empresarios españoles y europeos, ingenieros foráneos, obreros de todas partes; y una revolución ultramarina que llevó por las colonias y el continente americano a cientos de miles de asturianos, de tal manera que entre tanto ir y venir, entre los que llegaron de fuera al calor del carbón y los que salieron y retornaron de ultramar, Asturias ha llegado a ser en este siglo XX una de las regiones más abiertas, más integradoras y más internacionales de todas las españolas.
Región abierta al mundo, resultado de la explotación de esas dos «materias primas», producto de la suma de las revoluciones industrial y ultramarina, Asturias había entrado en el tiempo contemporáneo hace poco más de un siglo pasando a marchas forzadas del antiguo régimen posfeudal a la modernidad capitalista, pero esa gran transformación socioeconómica fue un proceso cargado de tensiones y conflictos, porque la Asturias del carbón y la del emigrante nunca se integraron plenamente (Avilés es la más clara excepción que confirma esta regla), porque los asturianos del campo preferían embarcarse a ultramar que trabajar en minas y en talleres, porque no había una mano de obra especializada y los empresarios industriales tuvieron que forzar la creación de una nueva clase obrera, y porque además esa gran transformación de la actividad económica, del trabajo y de las condiciones de vida de los asturianos no fueron acompañadas con la promoción de mejoras significativas en los servicios públicos y educativos para la población.
Esa gran transformación socioeconómica fue además un proceso histórico muy rápido que se vivió con extraordinaria intensidad especialmente en las dos primeras décadas del siglo XX, pues aunque desde mediados del XIX se producía un incipiente «desarrollo capitalista» y habían empezado a funcionar regularmente empresas hulleras -en las cuencas del Nalón y del Caudal- y además fábricas metalúrgicas -en Trubia, Arnao, Mieres y La Felguera- que en conjunto daban empleo a algunos cientos de asturianos, sin embargo, la inmensa mayoría de la población malvivía entonces del campo y embarcaba hacia las colonias españolas cada vez con más intensidad -mayoritariamente desde Avilés y Gijón- huyendo de la pobreza, de la servidumbre campesina y también del servicio militar, tratando de encontrar una vida mejor en ultramar.
La falta de mano de obra minera y fabril fue un problema que afectó al despegue inicial de las grandes empresas, pues los campesinos de las cuencas del Nalón y del Caudal se resistieron a dejar el cultivo de las tierras y ganados a cambio de un trabajo peligroso y ajeno a la tradición rural. El desarrollo industrial dependía de la formación de una verdadera clase obrera, problema que planteó con todas las consecuencias ya en la década de 1880 el director de Duro y Compañía, la empresa industrial más importante de la región. Para Francisco Gascué, el obrero debía ser considerado como «una máquina» y, por lo tanto, había que cuidarlo como un mecanismo, esto es, debía alimentarse bien, para lo que se formarían economatos, debía disponer de una mejor sanidad, para lo que se crearían instalaciones sanitarias, debía tener higiene, para lo que se construirían viviendas saludables, y en fin, debía garantizar un retiro en caso de accidente, para lo que se organizarían montepíos.
La «máquina», efectivamente, debía ser bien cuidada, bien alimentada, bien higienizada y bien saneada, pero en realidad no lo fue más que muy escasamente, ya que los alimentos que se vendían estaban muchas veces adulterados, las viviendas eran muy escasas e insalubres, faltaban aguas potables, lo que impedía la higiene y multiplicaba las enfermedades contagiosas, los servicios sanitarios sólo los establecieron privadamente algunas sociedades para atender a sus trabajadores y los montepíos de las empresas funcionaron muy irregularmente, mientras los retiros públicos, los seguros en caso de accidente y la política oficial de fomento de la vivienda obrera no se empezaron a aplicar con cuentagotas hasta después de la creación del Instituto Nacional de Previsión, de la ley de Casas Baratas y del retiro obrero obligatorio entre 1908 y 1921.
Algunas grandes empresas, como la Real Compañía de Arnao, la Fábrica de Mieres, que dirigía Jerónimo Ibrán, la Unión Hullera, liderada por Luis Adaro, y también Duro y Compañía, habían creado montepíos y centros de salud, pero lo hicieron con retraso y sin los medios suficientes, aunque la nueva Duro Felguera, que se había constituido en 1900 integrando la vieja Duro y otras empresas, tuvo la iniciativa de montar en Sama, al calor de la expansión de la I Guerra Mundial, un hospital que hoy lleva el nombre de Adaro.
Sin embargo, la gran mayoría de las sociedades no se ocuparon en absoluto de cuidar a sus «máquinas», es decir, la población obrera -sobre todo la minera- era explotada dentro y fuera del trabajo, donde como decía al filo del cambio de siglo La Aurora Social -órgano de los socialistas- «los obreros vivían peor que animales», por lo que en este paso de centuria empezaron a organizarse para reclamar no sólo un aumento de los jornales, sino también pan barato, viviendas habitables e incluso agua potable.
Y lo que es aún peor, aquello que la gran mayoría de las empresas privadas no cuidaban, tampoco lo atendían los poderes públicos, pues ni los ayuntamientos, ni la Diputación provincial, ni el Estado fueron capaces de dar respuesta adecuada a las graves necesidades sociales, higiénicas y sanitarias de unas poblaciones que ciertamente no tenían bien avanzado el siglo XX ni agua potable, ni alcantarillado, ni viviendas higiénicas, ni servicios sanitarios adecuados, es decir, que no había políticas públicas con una dotación de recursos suficiente para ofrecer un mínimo bienestar a las clases populares.
No hubo esas políticas públicas a favor de la mayoría de la población obrera porque las administraciones que sostenían el sistema oligárquico y caciquil denunciado entonces por Joaquín Costa servían ante todo a sus intereses, y porque además carecían de recursos para dar respuesta a las más urgentes demandas sociales. Ése fue el caso de la Diputación y los ayuntamientos asturianos, que apoyándose en un sistema tributario fraudulento basado en la contribución territorial e industrial y en el impuesto de consumo -normalmente gestionado de forma irregular por particulares en régimen de arrendamiento-, se las veían y se las deseaban para equilibrar un escaso presupuesto siempre en déficit.
Por si fuera poco, los principales ayuntamientos de las zonas industriales estuvieron durante muchos años controlados por las grandes empresas, que los subordinaban al servicio de sus objetivos (este es el caso de Mieres, de Langreo, de Castellón...), y cuando ya entrados en el siglo XX los socialistas y los republicanos empezaron a gobernar ocasionalmente algunos de estos municipios, las graves carencias presupuestarias y la gran magnitud de las obras higiénicas, sociales y sanitarias exigidas limitaron las posibilidades de poder ejecutar estas infraestructuras básicas a las nuevas corporaciones democráticas.
Sin embargo, en los comienzos del pasado siglo, algunos ayuntamientos mejor dotados de ciudades como Oviedo y Avilés habían avanzado significativamente en la higienización de sus poblaciones, construyendo traídas de agua, red de alcantarillado para los desagües y nuevos servicios sanitarios, pero en el resto de los principales núcleos urbanos -incluidos los de más crecimiento, como Gijón y Langreo, que habían promovido en un muy limitado espacio central el abastecimiento de aguas y una red de alcantarillas a finales del siglo XIX- la gran mayoría de la población seguía bebiendo agua más o menos contaminada y enviando sus residuos y excretas a pozos negros o directamente a las calles, llenas de basuras a falta de cualquier policía sanitaria.
Un problema especialmente grave para las condiciones de vida de la población tanto urbana como rural era la vivienda, porque los obreros y sobre todo los mineros inmigrantes se amontonaban en cuarteles, habitaciones inhóspitas y en hórreos que muchas veces podían ser más saludables que las propias viviendas de alquiler, mientras los campesinos malvivían en casas sin ninguna higiene en el interior y «sitiadas por el cucho» en el exterior.
«Sitiadas por el cucho», efectivamente, tal como escribió el doctor José de Villalaín, quien denunció en sus magníficas topografías médicas el problema de «la economía del cucho» como la cuestión principal para la higienización y la mejora de la salud de los campesinos asturianos, que viviendo en un clima húmedo, trabajando de sol a sol, alimentándose con una dieta muy pobre, rodeados de abonos para tratar de multiplicar los rendimientos agrarios y viviendo en casas completamente insalubres, estaban expuestos a todo tipo de enfermedades.
La emigración de los jóvenes campesinos a América iba a mejorar poco a poco las condiciones de vida de sus familias, pues el envío de giros y remesas facilitaron el acceso a la propiedad de las tierras y ganados que antes llevaban en arriendo, el arreglo de las viviendas, el desarrollo en el medio rural del comercio de «coloniales y ultramarinos» que permitían mejorar y diversificar la dieta alimenticia, y hasta la educación general y sanitaria, lo que, sin embargo, no impidió la difusión de enfermedades tan mortíferas como la tuberculosis pulmonar, la famosa tisis, que fue una plaga para la población asturiana a lo largo de estas décadas.
Estas grandes transformaciones socioeconómicas cambiaron radicalmente las condiciones de vida de los campesinos y de los obreros de la región, cambios que afectaron al trabajo, a las costumbres, a la alimentación, a la vivienda y también a la salud de los asturianos, cambios que tuvieron enormes costes sociales, pero que finalmente alumbraron la modernidad contemporánea.
Todo ello es analizado extensamente en el libro que comentamos, que en resumen analiza por municipios la excepcional contribución de nuestros antepasados al fin de aquel feudalismo «especial» denunciado por Schulz, al progreso económico, y a la emancipación social y cultural de los asturianos, una obra histórica sin parangón que otras generaciones podrán continuar ante los nuevos feudalismos del siglo XXI.
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