martes, marzo 06, 2007

El nombramiento de Jovellanos como ministro de Gracia y Justicia terminó con sus años de sosiego

Como los Viejos Reyes . LNE

Como en los tiempos de los reyes antiguos, llegó el día en que Jovellanos hubo de abandonar su tierra; él lo refiere en su diario el 16 de octubre de 1797, con pesadumbre y malos presentimientos: «Me había retirado yo (en Pola de Lena) a escribir en el informe al señor Lángara, cuando oí que acababa de llegar de Oviedo mi sobrino Baltasar y el oficial Linares. Iba a salir cuando éste entró, ofreciéndome sus brazos y dándome la enhorabuena "¿Como?".

"Está usted hecho embajador de Rusia". Lo tengo a burla; se afirma en ello. "Hombre, me da usted un pistoletazo. ¡Yo a Rusia! ¡O, mi Dios". Se sorprende, cuida de sosegarme; entramos al cuarto de la señora. Baltasar confirma la triste noticia. Me da las cartas; abro temblando dos con sello: una de Lángara, otra de Cifuentes; ambas enhorabuena con otras mil; nada de oficio; mil otras. Luego un propio enviado por el administrador Faes. Varias cartas, entre ellas el nombramiento de oficio. Cuanto más lo pienso, más crece mi desolación. De un lado lo que dejo, de otro el destino a que voy; mi edad, mi pobreza, mi inexperiencia en negocios públicos, mis hábitos de vida dulce y tranquila. La noche cruel».

Probablemente quienes decidieron el nombramiento no habían encontrado otro lugar más lejano. ¿No había calificado el comisionado Jacinto Avella Fuertes a Asturias como la "Siberia de España", y el propio Jovellanos convenía en ello? Por lo tanto, no debe resultar extraño que después de haberle hecho permanecer algunos años en Asturias, la enviaran al cabo a la cabeza de la propia Siberia. Terminaba el período más sosegado de su vida, el más productivo tanto en lucubraciones teóricas como en propuestas prácticas, con sello y firma del rey, y sus «hábitos de vida dulce y tranquila» y esto es lo que Jovellanos más lamentaba. Fernando Vela imagina en una hermosa página un día de Jovellanos en Gijón: «Lo primero que hace don Gaspar Melchor de Jovellanos, en cuanto se levanta, es subir a su torre y mirarles la cara al cielo y al mar. Luego, como el capitán de un barco en el cuaderno de bitácora, escribe en su diario: "Un navío por San Lorenzo; gran trueno a las ocho y media, nubes blancas por la parte de Oviedo, lluvia mansa que sigue". Gusta Jovellanos, como el señor de Montaigne, de estarse largas horas en esta torre consigo mismo».

Después abre el correo, le escribe a Sardings sobre los excesos revolucionarios («llevar más adelante las reformas sería ir hacia atrás»), lee algún artículo en el Diccionario de Historia Natural de Bomare y algunas páginas de Rousseau, de quien, no obstante, abomina por su inquina hacia la civilización, como si se tratara de un «progre» del presente, y calcula con su amigo Pedrayes, el matemático, la latitud geográfica de Gijón. Después sale a dar largos paseos por los alrededores, porque, como continúa Vela, «Jovellanos es un paseante infatigable. En cuanto come, sale de paseo. ¿Adónde? Sale "a ver"; este hombre de índole goethiana sale a ver, se entrega al puro goce de mirar; al ver las cosas le parece que las dibuja, que las perfila como un buril sobre el cobre.

Va al cerro de Santa Catalina "a ver un navío y dos fragatas de guerra que navegan distantes contra el viento", o monta a caballo y se va lejos, a Cabueñes, "a ver la bellísima espinera que está tras la casa de don Antonio Carreño; está cuajada de flores". O coge un libro y pasea a la orilla del mar; a veces, la esfinge invisible del horizonte fascina su mirada; otras, pensativo en la orilla, las olas le vencen y dominan, y su pensamiento flota ahogado entre dos aguas y el alma, abandonada, se le va a la deriva».

A la caída de la tarde visita el Instituto, y ya de noche vuelve a subir al cerro de Santa Catalina. De nuevo en la torre, lee a Tácito a la luz de una vela, mientras afuera cae la lluvia mansa y él, «con la mano en la sien, sigue el pulso de sus meditaciones».

La verdadera felicidad es la rutina, y todo cambio trae la desgracia; por eso Charles Lamb, que apreciaba extraordinariamente el sosiego, afirmó que «toda alteración en este mundo mío me desconcierta y me confunde». El mundo de Jovellanos, cuidadosamente edificado, se derrumba con un nombramiento que hubiera hecho feliz a otro. Jovellanos se da cuenta de todo a lo que ha de renunciar desde el primer momento, e intuye que no es sólo eso lo que puede perder: de ahí su desolación. Como escribe Ceán Bermúdez: «Desde aquí principian las desgracias del señor don Gaspar, pues aunque algunos las cuentan desde que salió honestamente desterrado a Gijón en 1790, juzgándole infeliz, nunca fue más dichoso, ni vivió más contento que en aquella residencia. Los que con buena intención contribuyeron a arrancarle de ella para elevarle a más alto y distinguido destino le precipitaron en la sima de las pesadumbres, de las persecuciones y de todo género de males que le siguieron hasta la muerte».


El nombramiento obedece a una iniciativa de Godoy para que el rey Carlos IV «depusiese las viejas prevenciones y le llamase a su servicio», según manifiesta en sus «Memorias», en las que reconoce que la Embajada en Rusia no tenía otro sentido que el de ser el paso previo para confiar a Jovellanos una cartera ministerial; por lo demás, éste, pese a sus quejas en 1797, había pretendido marchar como embajador a la Corte de San Petersburgo en 1783.


Aunque, según apunta José Caso, «la documentación existente demuestra que las cosas no fueron exactamente así, que Godoy pensaba realmente en Jovellanos para embajador porque lo consideraba un hombre de enorme prestigio. No se trataba, por tanto, de alejar a Jovellanos de España, ni tampoco de ninguna intriga de corte, sino de un asunto bien meditado, en el que Godoy tenía bastante interés. Cabarrús, que tuvo mucho que ver en todo ese asunto, recordó, quizá, el intento de Jovellanos de ir de embajador a Rusia en 1783».

Sin renunciar al nombramiento Jovellanos le hace a Godoy por carta algunas de las objeciones que había consignado en su diario, insinuándole un destino más en consonancia con su «pobreza, edad, hábitos y la misma oscuridad en que he pasado los últimos siete años de ella», aunque también admite que «si Petersburgo estuviese a doble distancia, si ese clima fuese el de los polos, si en ellos me respetasen la aflicción y la muerte, nada me arredraría, tratándose de servir a mi patria y responder a la generosidad de V. E.».

Uno de los obstáculos que más parecen preocupar a Jovellanos es el largo viaje hasta Rusia; se lo ahorra el nombramiento como ministro de Gracia y Justicia, que recibe el 13 de noviembre, expresándose en el diario en términos parecidos a los anotados al saberse embajador en Rusia: «Oyéronse cascabeles; el hortelano dijo que entraba una posta de Madrid; creímoslo chanza de algún amigo; el administrador de correos, Faes, entrega un pliego con el nombramiento del Ministerio de Gracia y Justicia. ¡Adiós felicidad, adiós quietud para siempre! Empieza la bulla, la venida de amigos y la de los que quieren parecerlo; gritos, abrazos, mientras yo, abatido, voy a entrar en una carrera difícil, turbulenta, peligrosa. Mi consuelo, la esperanza de comprar con ella la restauración del dulce retiro en que escribo esto; haré el bien, evitaré el mal que pueda. ¡Dichoso yo si vuelvo inocente, dichoso si conservo el amor y la opinión del público que pude ganar en la vida oscura y privada!».

No volverá a disfrutar de sosiego y en los años que siguen las dificultades y los trabajos se acumulan mientras el horizonte se le cierra con nubarrones negros. Acababa de poner la primera piedra del nuevo edificio del Instituto Asturiano precisamente la víspera de su nombramiento como ministro; como si se tratara de una extraña ceremonia de despedida. El 15 de noviembre emprende el viaje hacia El Escorial, toma posesión del Ministerio el día 23. Hemos de creer que rebosaba de buenos sentimientos y magníficas intenciones; pero no se consigue ser un buen gobernante sólo con buenas intenciones.

Antes de que termine el año intentan envenenarlo con plomo; finalmente, el 15 de agosto de 1798, cesa como ministro y después de una estancia en Trillo, donde intenta recuperar la salud perdida, el 27 de octubre regresa a Gijón. Pese a que pronuncia en el Instituto un importante discurso sobre las ciencias naturales y la geografía histórica, las cosas no son ya como antes. El 13 de mayo de 1801 es arrestado en su casa y conducido a Mallorca, donde permanecerá confinado en la cartuja de Valldemosa primero y en el castillo de Bellver después. Son años de dolor y de excelente prosa prerromántica. A diferencia de los antiguos reyes, Jovellanos regresa a su tierra, bien que en circunstancias dramáticas. Huyendo de ella, muere en Puerto Vega, el 28 de noviembre de 1811.

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