Escena ferroviaria. FEVE. León
Por JUAN F. PÉREZ CHENCHO. Director del Servicio de Relaciones Informativas de la Universidad de León.
Hace ahora siete años, con motivo de su investidura como doctor "honoris causa", mi maestro, Victoriano Crémer Alonso, empezó su discurso con estas palabras: "Me voy a permitir haceros una confidencia: nunca, en los ya muchos años de aventura en este mundo nuestro de cada día, me he sentido más confuso, más abrumado, ni más perdido en mis oscuros laberintos que en esta ocasión".
Algo similar me sucede a mí. Cuando el nuevo director de la Escuela Universitaria de Ingeniería Técnica de Minas, don Fernando Fernández San Elías, me pidió que le hiciese unos apuntes sobre la minería leonesa, se apoderó de mi una extraña confusión. Una confusión de acentuadas sombras: ¿qué historia puedo narrarles a los profesores y alumnos de la Escuela de Minas, siendo fiel a los Registros y sin caer en la monotonía?. ¿Qué puedo sentir yo, que nací en una ribera donde habiendo mucha agua se bebe más vino, en el único interfluvio de cinco ríos, donde crecen las choperas y lo verde es unánime?. ¿Qué puedo innovar si nunca viví ese tenaz espíritu de la mina?. Sería una temeridad, por otro lado, meter mi pluma en cualquier atisbo técnico o científico.
Les pido licencia, pues, para ejercer la única profesión que he tenido en mi vida y para la que creo que sirvo: la de periodista. Muchas veces he dicho que el periodista es un animal raro. Trabaja, como pedía Séneca, desde el combate, pero también va por la vida con la mochila de la sensibilidad a cuestas y con la imaginación trotando como un corcel.
Y es lo que voy a hacer, si me lo permiten, a partir de este instante: ejercer mi profesión, la de un periodista que recorre la historia y la adereza sin necesidad de ceñirse al rigor científico de los datos y las fechas, aunque siéndolas fiel en todo instante. Quiero, salvando las distancias, claro está, imitar a Galdós, quien, en su Marianela, cuya peripecia argumental transcurre en la ficción de las minas de Socartes y sus explotaciones a cielo abierto, con paisaje bañado por la luna, obtiene un tratado sociológico tras observación minuciosa de las minas de calamina en Reocín, Cantabria.
El tema minero puede y debe tratarse en diversos y complementarios aspectos: histórico, sociológico, técnico, económico, folclórico o geológico, y también como fuente de inspiración narrativa, poética, dramática, pictórica o escultórica. Dejaré volar, sin mas preámbulos, la imaginación, aunque sin salirme de la historia, en cuyo regazo hago una inflexión de la memoria hasta la Edad de Bronce.
Escena ferroviaria. FEVE. León
Es como el brinco de un manantial.
A la vera del río Ornia, hoy Duerna, entre encinas y robledales, se asientan los orníacos. Viven de la caza, son toscos y rudos, pero no desprovistos de delicados detalles. Se bañan en sus aguas limpísimas, duermen sobre la pradera y no saben lo que es el miedo veloz a la oscuridad o a las riadas. Es un poblado mínimo, donde los hombres llevan el hacha a la cintura y las mujeres cimbreaban su larga melena negra. Es como una sinfonía de agua y de pájaros, de viento inasible y luz restrellante, casi de cristal.
No hay casas de céspedes ni de gavillas, pero sí una cueva en la que vive la dama más hermosa, en el interfluvio de cinco ríos: Orbigo, Duerna, Eria, Tuerto y Jamuz. Quizá fue también la primera que encontró utilidad a los minerales. A los hombres que buscaban su amor o su cuerpo les pedía que machacaran malaquita y azurita sobre las honduras de piedra, con cuyo polvillo luego sombreaba de verde o azul sus ojos grandes y expresivos. Eran los cosméticos de entonces. Con el tiempo, la malaquita se convirtió en piedra medicinal y sagrada: curaba las enfermedades de los ojos y preservaba del mal. Ya en el siglo pasado, se explotó en Cármenes, en la mina "la Profunda", en cuya boca se retrataban los esforzados prospectores mineros, vanguardia de nuestros actuales industriales, con Francisco Sanz o el ex-corregidor de León, Nicasio Guisasola, en primer plano.
La vida en los poblados era idílica y no la turbó, tan siquiera, la llegada de otras gentes que preguntaban por las montañas. Venían por la Ruta de la Plata. Eran cultos y ricos; lucían cíngulos y sandalias de cuero. Hablaban otras lenguas y ya habían oído a Aristóteles cuando dijo que solamente pudo abrir España las inmensas entrañas de sus metales y la luz de la faz de su tierra. León, como todo el noroeste, era foco de atracción por su riqueza minero-metalúrgica.
Paralelamente, se empiezan a buscar los placeres en los ríos. En los mismos que hoy nadan las truchas. La cultura del ocio es distinta, pero la esencia permanece. Antes los ríos ofrecían dos placeres: las mozas y el oro. Hoy tan sólo la pesca, y no en todos los miles de Km que surcan la provincia, que llegó a ser calificada por Mac Gullan como el "paraíso de Europa".
En la zona occidental de la provincia, El Bierzo y la Cabrera, encuentran oro. Lo buscan en el fondo de los ríos, entre arenas limpísimas y cantos rodados. Y con el oro, llegan las joyas para las damas de alcurnia y caballeros aguerridos. Empiezan a trabajar el metal: el bronce para las armas, como la llamada hacha astur o de aletas laterales, típica de estas áreas, que llegó hasta Armenia, y el cobre para utensilios manuales, como hoces y calderos, según atestigua el gran hallazgo del depósito de Valdevimbre, en Camposalinas, en Sabero, o en el Cea. Toda la provincia está sembrada de estos vestigios.
Entramos en la Edad de Hierro. Siguen haciéndose joyas, como el torques de Astorga, el de Hinojo en la Bañeza, o la fíbula anular hispánica de San Martín de Torres. Los placeres de aquellas mujeres luciendo sus aderezos son sólo comparables al de los hombres de Corporales cuando hurgaban en los fondos de los ríos y sacaban el oro.
Y aparece el hierro. Lo trajeron los fenicios y los romanos. El hierro democratiza. Gracias a él, los pobres pueden acceder a su uso. Pero, como siempre, para ellos son los picos y las palas. La historia se repite con la misma fidelidad que la naturaleza agota sus ciclos. Hay hallazgos arqueológicos, como una reja de Geras de Gordón, y otros utensilios que avalan este precepto. Con el hierro se hacen llaves para cerrar los portillones de los castros, núcleos de población eminentemente estratégicos y defensivos que surgen en la transición de la Edad de Bronce a la de Hierro, clavos para las sandalias o para colgar las piezas de caza. Las casas son ya de piedra, no de madera, con tejados de céspedes y de hierba.
La historia sigue anudándose y yo continúo durmiendo en su regazo de siglos. Llegan los romanos. No vinieron en son de paz, sino de conquista, como lo demuestra que su primera actuación fuese la instalación de tres campamentos base: En Astorga, en León y en Rosinos de Vidriales, Zamora, el llamado Petavonium, según sostiene José Luis Avello. Así mismo, construyeron otros campamentos de verano, donde descansaban de la guerra o del amor. Ahí están el de Valdemeda, en la Cabrera, y el de Castrocalbón.
Los romanos vinieron por el oro. Plinio afirmaba que "casi toda España mana con metales de plomo, hierro, cobre y oro". Las arcas del Imperio no podían pagar sus guerras. Y criban toda la zona noroccidental de la provincia, abriéndole sus entrañas. Se acaban los placeres y la orfebrería. Ya no se necesitan manos para hacer torques, brazaletes, pulseras, diademas, colgantes, espirales para la sujeción del cabello, o fíbulas. Todo el oro es para acuñar moneda.
Aquel orniaco de hecha, que bailaba alrededor de la hoguera en las noches de plenilunio, que conocía el vuelo de los pájaros y las llamas sagradas, dejó de ser empresario minero con un trozo de río. Ahora es esclavo. Trabaja quince horas diarias, no retoza sobre la pradera con su dama de ojos azules y verdes, decorados por la azurita y malaquita, y contempla cada amanecida cómo desfilan los carros con lingotes de oro camino de Roma. Aún quedan calzadas casi intactas, como la de Villasimpliz, en cuyo término actuaba el bandolero Vaca Moca, según relata Alfonso García. Asaltaba los cargamentos de oro y acabó secuestrando a la hija de Simplicio. No sé si era el mismo que cita Dión Casio, un tal Coracotta, quien irritaba a Augusto hasta el extremo de pregonar una recompensa de doscientos mil sestercios por su captura. En cualquier caso, son los maestros bimilenarios de los maquis de la modernidad.
Derrotada Lancia por Carisio, todos trabajaron como esclavos, explotando la provincia entera, arruinando zonas completas como las Omañas o Cabrera, con la Corona y el Castro de Corporales, las Médulas y La Fucarona, en Rabanal Viejo. Surcaron la provincia de canales. Eran como las arterias de vida para vaciar el vientre poderoso de las montañas, preñadas de oro. Aún están intactos algunos tramos desde el Mars Tilenus, o Monte Teleno, sacralizado entonces y cantado siempre por los poetas: desde Tulio Máximo, quien dejó inscritos en piedra bellos hexámetros dedicados a las florecillas y cervatillos, al más próximo e inmortal maragato Leopoldo Panero.
Las aguas de sus nieves perpetuas se diluían como maromas líquidas y servían, en una obra de ingeniería grandiosa, para destruir montañas enteras en busca del oro, por el sistema arrugia o ruina montium. Era espectacular. Consistía en derribar, mediante el empleo de la fuerza hidráulica, grandes masas de tierra, que eran lavadas hasta conseguir la decantación del preciado metal.
Pero mientras unos trabajaban como mineros al servicio de Roma, otros lo hacían segando trigo o cortando leña para hacer los mangos de los picos y de las palas, o talando bosques para fundir. Montes donde todavía hoy, dos mil y pico años después, se palpan las avaricias y las lumbres. Valgan los versos doloridos de Crémer:
Tanta sangre y sufrimiento,
huesos nocturnos.
desde la ronca voz de los minerales
nos hablaba
del color del hierro,
del pavoroso
fluir de la esperanza
y de los bosques abolidos.
aunque, en honor a la verdad, también repoblaron abundantemente, como lo prueban los castaños que crecen en cualquier ladera de El Bierzo. Todos los brazos leoneses trabajaban para Roma.
Las guerras habían concluido y Vespasiano efectuó un importante reajuste administrativo. En el actual emplazamiento de la ciudad de León asentó a la Legio VII Gémina, que pasó a ser la única fuerza legionaria de Hispania durante el resto del Imperio. No sólo aplacaba las feroces rebeliones de los pueblos del norte, sino que vigilaba los distritos mineros de todo el Noroeste y colaboraban en los trabajos técnicos de dichas explotaciones. Algunos de sus expertos o procuratores metallorum dirigían los trabajos en las Médulas y descansaban en el municipio de Bergidum Flavium, a la sombra de las enredaderas.
Todos, o casi todos, los autores clásicos coinciden en que la explotación romana de los recursos naturales comenzó nada más concluir la conquista. Explotaban el estaño gallego, el cobre astur, el plomo y la plata de las blendas y galenas y el hierro cántabro, así como el mármol de Incio, Lugo, y sobre todo el oro, muy abundante en León.
Las explotaciones auríferas destacan tanto por su transcendencia económica, como por su influencia en la estructura administrativa y social. Hay estudios rigurosos que cifran en más de 600 millones de m3 la cantidad de mineral aurífero removido durante la época romana, en casi 500 minas trabajadas.
Después del oro, y pese a escudriñar en catálogos bibliográficos, vino un largo paréntesis de siglos sin otro paisaje minero que la oscuridad. Sólo San Valerio, en el V después de Cristo, cuenta que explotaban minas de hierro. Este monje culto, perteneciente a la gran tebaida berciana, que casi dio un santo por metro cuadrado, lo afirma, pero sin añadir nada más. No sabemos cuáles eran sus dimensiones ni dónde estaban esas minas.
La época medieval es la más oscura en datos de nuestra minería. Hay muy poca constancia. Quizá es que aquellos ermitaños, padres de los monasterios mínimos, en los que se leía en latín y se buscaba a Dios en cada rezo, que dejaron de existir al parecer las grandes congregaciones, como las de Cluny y el Císter, auténticas multinacionales monásticas, estaban más preocupados del alma que de los metales. Las explotaciones existentes debían ser pequeñas, como la de Prado Rey, topónimo de prado del Rey.
El derecho español de esta época (siglo XII, prorrogado hasta el XIX) en materia de recursos minerales partía del principio regalista con claro origen en el Derecho Romano- estableciendo el dominio eminente del príncipe sobre el subsuelo y sus riquezas, al objeto de crear una fuente importante de ingresos para el monarca, que evitase el establecimiento de impuestos que gravasen al pueblo. En el Fuero Viejo de Castilla, aprobado en las Cortes de Nájara en 1138 reinando Alfonso VIII, se consignaba que las minas de oro, plata y plomo, eran del Señorío del Rey y nadie podía explotarlas sin su autorización. De ello queda constancia, también, en la Partida 3ª de Alfonso X el Sabio y, en especial, en las Ordenanzas de Felipe II, de 22 de agosto de 1584.
Pero no deseo hacer un recorrido por la legislación minera hasta concluir en nuestros días. Una legislación recopilada magistralmente por Antonio del Valle, quien fue profesor, director y gran benefactor de esta Escuela de Ingeniería Técnica Minera, en su discurso "Introducción al desarrollo histórico del Derecho Minero español", pronunciado hace diecisiete años durante el acto de ingreso en la Real Academia de Doctores de Madrid.
A pesar de que el medievo no es generoso en el listado de recursos minerales, en las ciudades florecen las fundiciones. En León capital las había de hierro, cobre y plomo. Y también aquí, lo mismo que en Astorga, hay orfebres. La topografía de la ciudad, pese las erosiones de los hombres, conserva el desarrollo artesanal y comercial que comienza a fraguarse en el siglo XI, y del que son fiel reflejo el nombre de algunas calles, como Azabacherías, Platerías, Zapaterías, Fajeros, Herreros o Cascalerías, todas ellas sitas en los arrabales por donde pasa el Camino Francés. Aquí confluían los romeros de esta ruta y los que venían de la Costa y por San Salvador de Oviedo, atravesando la Cordillera Cantábrica por Pajares y Arbas.
Los orfebres diseñaron obras excepcionales, como la custodia de Arfe, en el Museo de las Benedictinas de Sahagún; el Cristo de Carrizo y la Cruz votiva de Ramiro II, en el Museo Arqueológico de León; o las jarritas carenadas del Museo de los Caminos de Astorga.
En el suburbio de Santana, barrio de mercaderes, judíos y moriscos; de estafas, dagas y muerte, se sentía el ahogo de pensar. Un Pícaro desdobla un pergamino herido por la tinta y sus púas, y se ofrece para enseñarme el milagro de los metales si le compro un medallón que esconde entre los pliegues de su camisa. Me acompaña hasta la calle Platerías. Es un casón lúgubre, casi un pésame de su tiempo. La humedad se ha apoderado de las paredes y sólo un candil guiña a las sombras.
Estoy en la siniestra casa de un alquimista. Tiene ojos saltones, pelo largo y grasiento, y barba de chivo. Es flaco como un poste. Tapa los tarros con una túnica raída y muestra su disgusto con voz ronca y grandes aspavientos.
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¿Quién sois y qué queréis?, me interroga.
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Soy jornalero de la información y deseo presenciar el milagro de los metales, si a bien lo tiene vuesa merced.
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Id con Dios y leed a Aristóteles. Quizá vos también os preocupéis entonces de la "quinta-esencia" que da la eterna juventud.
Me quedo mirando a un brazalete que brilla más que el oro. En sus ojos se ve la codicia. Aunque llegan burgueses, clérigos, mercaderes, ricos, damas frágiles y hermosas, decide engañarme el primero. Ya había logrado convertir los metales baratos como si fueran oro. Miles de objetos cultivados por alquimistas llenaron iglesias y palacios. No les preocupaba la salud de los demás, sino la riqueza. Trabajaban con todos los metales, pero en cualquier formulación está siempre presente el azogue.
Escena ferroviaria. FEVE. León
LEÓN, UNA FRAGUA GIGANTE.
Tengo que seguir acorralando las distancias de la historia minera leonesa. Entonces no había relojes. El tiempo y la emoción los miden las campanas. Surgen las fundiciones en las iglesias, como la de Palat del Rey. Todo anida en las campanas. Sus badajos llaman al júbilo, a la solidaridad y a la muerte, como si fuera el final de los alientos, y desde las torres pueden verse hasta las esquinas de la primera estrella jugando al escondite entre los pinos.
En el siglo XVIII se produce una excepcional demanda de hierro. León, en poco tiempo, es como una fragua gigante. Se construyen las ferrerías de Compludo, de Torre del Bierzo, de Montes, de Pombriego, de Portela o de Villar. Aquellos hombres avivaban el fuego despreciando el lema que tanto engancha en la actualidad: "¡Aprovechar los recursos cuidando el medio!". Las ferrerías fueron enormes devoradoras de árboles. Se talaron bosques enteros, huyó la fauna y algunas comarcas quedaron desertizadas.
Por fortuna, desaparecieron pronto. En 1792, según Jovellanos, ya estaban en ruina, creándose medio siglo después las fábricas siderúrgicas construidas por altos hornos. La primera de España de hornos altos con cock fue la de San Blas, de Sabero, instalada en 1840 por la Sociedad Palentina Leonesa. Sé bien que la historia se escribe sobre hechos probados y ciertos, pero a veces la tradición también la conforma. Y la tradición sustenta que en Sabero se produjo la primera huelga de la minería leonesa. La protesta social - ¡oh, paradoja! se elevó al no soportar los trabajadores que, un día sí y otro también, les diesen el mismo menú: percebes y salmón. En lo que fueron instalaciones de la fábrica siderúrgica se ubicará el Museo Minero.
Ya con anterioridad, el carbón se adivina como fuente de energía. Carlos Le-Maur, teniente coronel del Cuerpo de Ingenieros y director de las reales obras del Camino que se construye desde Galicia a la Corte, hizo una localización en el Alto del Murueco, muy cerca de Cerezal de Tremor, como reseña Luis Carlos Sen Rodríguez. Fue en agosto de 1764. Dos décadas más tarde, el Conde de Toreno habla de las "infinitas canteras de carbón que tengo inspeccionadas", y la Real Sociedad Económica de Amigos del País de León creó dos premios para fomentar la búsqueda de explotaciones, aunque ambos quedaron desiertos por falta de concursantes. También Madoz afirma que los habitantes de Sotillos de Sabero "se dedican en los meses de invierno a conducir carbón de piedra a las fraguas de Castilla". Lo hacían en carros de bueyes. Nadie como estos esforzados sabía que los astros se mueren siempre en la noche.
A pesar de que a finales de 1859, según Pérez Moreno, había concedidas 216 minas en las distintas cuencas leonesas, sólo cuatro empresas estaban establecidas en la provincia: la Palentina-Leonesa, Crédito Mobiliario Español, Sociedad la Ventajosa y la Sociedad Leonesa Vallisoletana. Operaban en las áreas de Sabero, Valderrueda, Matallana, Otero de las Dueñas y Quintanilla de Babia, con un montante de menos de mil empleados.
Ya en esta época cundía el furtivismo. Abundaban los chamizos. Familias enteras, tras el laboreo de sus fincas, engordaban sus ingresos con la extracción y venta de carbón, que se pagaba a 8'75 pesetas la tonelada de hulla. Había una peligrosa anarquía en el laboreo, lo que no pocas veces contribuyó a graves accidentes mortales. Tenía razón Oriol cuando escribió: "la materialidad de arrancar carbón, bien o mal, la hace cualquiera, pero no la dirigen con acierto más que los ingenieros acostumbrados a esta clase de criaderos". Igualmente Ezquerra del Bayo aseguraba que "no he visto tal afán por excavar y hacer agujeros", al reseñar el ataque, por más de treinta puntos diferentes, al criadero de Sabero; o Mallada cuando escribe sobre las explotaciones de Matallana, calificando como "labores de rapiña las excavaciones practicadas en ese grupo, abiertas con escasos recursos por gentes del país". Quedaban atrapados como topos.
Yo creo que es indispensable para entrar en los poros de la minería leonesa, además de repasar a Sen Rodríguez, pulsar las venas de Tomás Cortizo. Cortizo no sólo radiografía la realidad, sino que busca en los forros del pasado y se posiciona de cara al futuro, tras exponer cuáles son los pliegues de las limitaciones hasta la última década del siglo pasado.
Todos sabemos, cómo no, y es obligado recitarlo, que la minería leonesa del carbón, atendiendo a sus límites topográficos y características geológicas, tiene este enunciado, en manchones y zonas:
Cuenca de Villablino: la "number one" hullera de toda la provincia, enclavada en el Valle de Laciana, que se alarga desde la Collada de Cerredo, en los límites con Asturias, hasta La Mora, en las cercanías del río Luna, donde nadan las truchas en una sinfonía de belleza y de relámpagos líquidos. Sus gargantas son como fauces de lobos. Dicen los técnicos que es la mayor reserva de hulla del país. Su gran empresa, la MSP (Minero Siderúrgica de Ponferrada) redondeó la mayor dificultad y sus trabajadores mantuvieron una tensa lucha. Han pisado la brea, se han fajado en la carretera con la épica "marcha negra", y hasta Antonio Molina, el ruiseñor de la mina, que se quitaba las penas con "caña, vino y ron", decidió morir en una tarde gris, como de pana lisa, mientras los lacianiegos acortaban las distancias con Madrid.
Manchón del Bierzo: Es el más extenso de la provincia. Comprende ocho zonas: la cuenca de Fabero, las zonas del Sil, de Toreno, de Labaniego , de Torre del Bierzo, de Igüeña, de Tremor de Abajo y La Silva, y la de Tremor de Arriba. Abarca desde Fabero a La Magdalena.
Manchón de San Emiliano y Busdongo: va desde El Bierzo a la margen del río Esla. A este depósito le han hincado el diente pocas empresas e ingenieros, y aquellos indómitos que lo han intentado, se han encontrado con el semifracaso.
Cuenca de la Magdalena: Llega hasta Carrocera y da carbones excelente, limpios y compactos. Es la antesala de Ciñera y Matallana, área hullera por excelencia, que va desde Geras al río Curueño, mientras la cuenca de Sabero se alarga desde Boñar al río Esla. Queda, pues, un sólo manchón provincial: el de Valderrueda, separado de la cuenca de Sabero por el levantamiento calizo de Peña Corada, que abarca Prado de la Guzpeña, La Espina, y Besande.
Dos estudiosos del tema me dan pie a la reflexión. Tomás Cortizo analiza por qué la minería leonesa del carbón no logró alcanzar en la segunda mitad del siglo XIX un cierto nivel de producción y consolidar a su vez la posición en el mercado, en tanto que Sebastián Coll precisa que "en León no hubo prácticamente minería hasta la década de 1890".
Ya habían entrado en funcionamiento, en la cuenca Ciñera-Matallana, cuatro minas: Emilia, Bernesga 3, Ramona y Candelaria. Bastó que se abriesen las vías para que esta zona ocupase el primer puesto del ranking provincial minero. En otras latitudes del Estado, la minería contaba con un importante nivel de producción. Sin embargo, en nuestra provincia continuaba el letargo. Nadie dudaba que la densidad de hulla era notable, pero muy pocos se atrevían a salir del caparazón localista.
Fue la iniciativa vasca la que dio el pistoletazo de salida, despertando del profundo sueño a la minería de León. La metalurgia vasca necesitaba de la hulla leonesa para su mantenimiento, reemplazando el carbón vegetal por cock. Y proyectó la construcción del ferrocarril de La Robla a Valmaseda, de vía estrecha, que concluyó al año siguiente de constituirse la Sociedad Anónima Hullera Vasco Leonesa. Era la gran obra, imprescindible para el desarrollo. La esencia de este ferrocarril vinculó a la minería leonesa y al capital vasco. Hasta cinco sociedades se crearon a la sombra de la gran pujanza financiera, dos de las cuales han marcado a León: la Hullera Vasco Leonesa, con 1.375.000 pesetas, y Hulleras de Sabero y Anexas, con 3.652.200 pesetas, de capital social, respectivamente.
El "hullero", apodo que tiene el ferrocarril León-Bilbao, fue la espoleta para duplicar la producción de hulla al año siguiente y cuadripicarla dos más tarde. Había una intensa actividad minera, tanto productiva como de demarcación de concesiones, gracias a la política proteccionista y al aumento de los precios de venta. Alfonso García, a modo de introito, lo refleja con precisión en esa historia de imágenes que relata el primer centenario de la Hullera Vasco Leonesa. No sólo pone pie de foto a esos hombres que siendo como los demás, también bajan a la soledad negra de la mina, sino que mira al interior de los pueblos, a su cambio áspero de mentalidad, con horario, conciencia crítica, conflictos, asociacionismo y proyección económica, a la que aplaude por cuanto la renta per cápita era la más alta de la provincia y del país. Los mineros son agentes de conflictividad, sí, pero también de progreso, cultura y riqueza.
Hasta 1910 la producción de hulla sigue creciendo, demanda que se agiganta al estallar la Primera Guerra Mundial. Es preciso alimentar las fábricas de muerte y desolación, por lo que la esplendidez del mercado da para casi todo: producir y enriquecerse. En León, cuando comenzaron a tronar los cañones de la Europa enfurecida, el precio de la tonelada a bocamina era de 18'62 pesetas, mientras que a la conclusión de la contienda llegó a superar los diez duros. Nunca como en estos años las empresas ganaron tanto, pese a descender su producción y a que se multiplicaron los conflictos. El caldo de cultivo era perfecto y, por ende, se crearon seis nuevas sociedades para explotar minas en la provincia: Sociedad Hullera de Pola de Gordón, con las concesiones "Anita" y "Canta"; Sociedad Hullera del Esla, con implantación en la cuenca de Valderrueda; la de Orzonaga, que nació con vocación de mercadería; la de Antracitas de La Espina, la de Valdesamario y, cómo no, la Minero Siderúrgica de Ponferrada, constituida en Madrid el 30 de octubre de 1918, bajo la presidencia de José Luis Ussía y Cubas, con capital social de 30 millones de pesetas.
En plena orgía hullera, además de la construcción de varias fábricas de aglomerados, la misma sociedad compró Hulleras de Villablino y las minas de hierro del mayor coto de España: el Coto Wagner, sito en San Miguel de las Dueñas, en el que se pretendió construir hornos altos, pero no fraguó la iniciativa. Sí se construyó el ferrocarril minero que unía Villablino con Ponferrada, completando la infraestructura viaria básica de las cuencas leonesas. Esta red posibilitó la explotación de las concesiones de la MSP y de la cuenca antracitera Fabero-Sil. En pocos años se convirtieron en la despensa del país.
La recesión es la característica hasta finales del próximo decenio. Estamos en la posguerra. Desciende alarmantemente la producción y tiene que salir al quite el Estado, auxiliando a los productores, controlando el mercado y los precios. La política proteccionista intentó frenar la importación del carbón inglés, que con precios bajísimos, colapsaban nuestros puertos. No era posible la competencia. Las consecuencias se dejaron sentir: no sólo baja la fiebre minera, sino que los empresarios toman la peligrosa decisión de reducir los jornales. La parte más sensible del ser humano, sin duda, es el bolsillo. Ahora y antes. Y los mineros se lanzan en picado por el tobogán de las huelgas, alguna de las cuales, como la de la Hullera Vasco Leonesa, duró más de tres meses. La radicalización era tal, que no se permitieron incluso, los trabajos de conservación.
En 1925 comienza a producir la fábrica de cementos de Toral de los Vados, un año más tarde se explotan las formaciones de talco de Lillo, e Inglaterra entra en el túnel social, con seis meses de huelga. El progreso industrial de España y la depreciación de la peseta respecto a la libra esterlina, favoreció de nuevo la solidez del mercado, debiendo señalarse, igualmente, la aceptación de las antracitas leonesas para calefacción y motores. La minería de la antracita experimentó una fuerte expansión en estos años, consolidándose empresas tan decisivas como la de Candelario Gaiztarro, en la zona del Sil; la MSP, que abrió el grupo "Lumajo", produciendo una cuarta parte de toda la provincia, o la de Diego Pérez Campanario, en Fabero, y otros puntos de El Bierzo.
En plena República, cuando ya volaba sobre nuestro país la sombra negra de Caín, por emplear una metáfora de Antonio Machado, se promulgaron leyes sociales para bajar el tono de la protesta e inconformidad de los obreros: aumento de 1'25 pesetas en los jornales mínimos, vacaciones retribuidas de siete días, seguro de accidentes de trabajo, reducción de una hora en la jornada del interior, carbón gratuito al personal y orfanato minero.
La contienda civil paralizó toda actividad minera, a pesar de que unos 7.500 hombres se partían el alma en el sector en 1938. La mayor parte de las instalaciones fueron destruidas, pero la recuperación fue inmediata, porque el año 1940 marca la mayor producción de hulla y antracita del Distrito Minero de León, enriquecido por la aparición, un año más tarde, del wolframio, mineral de alto valor estratégico, que llegó a bautizar a Ponferrada como la "ciudad del dólar".
Otra vez el mundo temblaba bajo las iras de la guerra. Y fue en esta época cuando la minería leonesa inició su resurgimiento, hasta alcanzar, a finales del 50, el máximo esplendor: la producción rebasó los cuatro millones de toneladas/año, empleando a más de 24.000 obreros. El gran problema radicaba en la falta de personal cualificado.
¿Cómo se las ingeniaban, entonces, los empresarios leoneses para reclutar el personal técnico necesario en sus explotaciones?. La Escuela de Capataces de Mieres no daba abasto. Y fue entonces cuando el director técnico de Hulleras de Sabero y Anexas, Roberto Sterling, único que aún vive de aquella hornada de esforzados soñadores, el que inició las gestiones ante el Ministerio de Educación para crear una Escuela de Capataces Facultativos de Minas en León. El Ministerio no puso dificultades, pero eso sí, anticipó que se limitaría a la promulgación del Decreto. El "coste cero" que hoy tanto preocupa a nuestra Universidad no es nuevo, como se ve.
La iniciativa la asumieron de inmediato las grandes empresas carboneras que operaban en León. Roberto Sterling contó con el apoyo unánime de Leonardo Manzanares, director de la Vasco, así como de Marcelo Jorissen, presidente de la MSP, y de Juan Caunedo, director de la citada empresa lacianiega. Si a esto le añadimos que tanto el corregidor de la ciudad, Justo Vega Fernández, y el presidente de la Diputación, Juan José Fernández Urquiza, como el influyente Sindicato Carbonero del Norte de España y el Monte de Piedad y Caja de Ahorros de León respaldaron el proyecto, no podía concluir de otra manera que con el éxito: la creación, el 20 de diciembre de 1943, de la Escuela de Capataces Facultativos de Minas y Fábricas Metalúrgicas en la ciudad de León, bajo la supervisión directa de la Escuela de Ingenieros de Minas de Madrid.
Desde Celso Rodríguez Arango, su primer subdirector, cuyos herederos han donado su biblioteca a la Escuela, pasando por Juan José Olíden, Antonio del Valle, su primer director y gran valedor; por Artieda, Francisco Martínez Rebollo y Bernardo Llamas, hasta el actual, Fernando Fernández San Elías; desde aquella primera promoción titulada en la Escuela, con Eloy Algorri como único alumno que superó los estudios en la convocatoria ordinaria y se convirtió en casi secretario perpetuo, con veintidós años en el cargo, que acaba de jubilarse y recibir un emotivo homenaje, junto con el profesor José Domínguez Lombas; desde la conversión en Escuela de Peritos de Minas y Fábricas Mineralúrgicas y Metalúrgicas en aplicación de la Ley "Lora Tamayo", hasta la Escuela Universitaria de Ingeniería Técnica de Minas actual; desde aquellos primeros pasos docentes en la Normal de Magisterio, al edificio propio, desde entonces hasta hoy, ha pasado más de medio siglo. Esta "historia de una esperanza" es el homenaje a todos por su contribución al desarrollo minero de León. El siguiente paso será la transformación del Centro en otro de condición superior. Paso que se dará en los próximos años.
A partir de 1958, tanto la producción de hulla como de antracita se estabilizó, con tendencia al descenso, debido a la importación de combustibles líquidos. En la década del 60 la minería leonesa sufrió una profunda transformación. Hubo que modernizar las instalaciones para dar respuesta al aumento de los costes de producción, y los ferrocarriles dejaron de ser el primer cliente. El carbón ahora había buscado un nuevo destino: centrales termoeléctricas, así como el consumo doméstico. Vuelve a reactivarse el mercado, llegan las acciones concertadas y en 1980 empiezan las explotaciones a cielo abierto, que han contribuido a oxigenar económicamente a muchas empresas y a degradar, en algunos casos de forma alarmante, el medio natural.
A esta historia sucinta y particularísima de la minería leonesa, vista con ojos de periodista, no de técnico ni de economista, hay que ponerle obligadamente, un lazo de felicitación, coincidente con el primer centenario de la empresa: la Nueva Mina, de la Hullera Vasco Leonesa, con la inversión más importante de toda Europa, 38.000 millones de pesetas, y la apuesta decidida de Caja España para garantizar el futuro de la MSP. Son dos datos claros de vida para la minería leonesa.
Una minería leonesa que aporta el 16,9% del PIB industrial de León y un porcentaje similar de empleo. Actualmente el sector está ultimando el proceso de reordenación. Europa manda. Si esa reconversión, como afirma García Prieto, no está presidida por criterios de globalidad, participación, consenso, realismo, es ordenada y positiva, entonces acabará por desmantelarse la base económica de las comarcas mineras, acentuándose los desequilibrios y decorando nuevos escenarios de pobreza.
Unos escenarios similares a los que describió Emilio Zola en "Germinal", la obra maestra del naturalismo europeo. Por fortuna, se adivinan otros paisajes de esperanza.
Esta "historia de una esperanza" sobre la minería leonesa, como escribió Graham Greene, no tiene principio ni fin; selecciona arbitrariamente momentos de una experiencia para volver la mirada hacia el pasado o hacia el futuro.
Presentado por : Julio
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