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El comienzo de la minería asturiana de la hulla se produjo de forma casual, y hasta el año 1767 no existen muestras de interés oficial por el carbón de piedra
En algunos lugares de la tierra sobre los que había caído el rayo se mantenían columnas de humo durante mucho tiempo, y si soplaba viento se veían brasas entre la hierba. Eran los fuegos de la tierra, que quién sabe si no indicaban alguna de las puertas del infierno. Pero aquel humo no señalaba el infierno, sino el carbón: algo que, sin ser exactamente el cielo, podía ser el infierno, o cuando menos la barbarie, como lamenta, entre indignado y escandalizado, el hidalgo don César de las Matas de Arbín al final de la novela «La aldea perdida», de Armando Palacio Valdés.
El suelo de Asturias poseía algunas riquezas importantes pero que no podían ser apreciadas a comienzos del siglo XVIII. Según escribe Gabriel Santullano en su importante trabajo «Historia de la minería asturiana»: «Gran parte del subsuelo de Asturias está constituida por rocas de diversa índole formadas en el Carbonífero. En especial, gran parte de los sectores central y oriental se halla constituida por materiales pertenecientes a los tramos hulleros del Carbonífero medio (Westfaliense) e inferior (Namuriense). En la parte occidental (cuenca del Narcea) se encuentra un importante enclave del Carbonífero superior (Estefaniense)».
Una región en la que abundaban el carbón y el agua estaba en buenas condiciones para convertirse en industrial: así lo vieron los ilustrados, sobre todo a partir de Jovellanos, que llegaron a aspirar a que Asturias fuera semejante a Inglaterra a escala reducida; y aunque, como señala Santullano, «la producción minera de Asturias no salió, durante el siglo XVIII, del estancamiento anterior y no llegó a existir explotación sistemática de minerales (...), será en este siglo cuando las riquezas mineras del subsuelo regional comiencen a llamar la atención de una serie de hombres que, influidos por las corrientes europeas de pensamiento, tratarán de conducir a España hacia una etapa de progreso social, económico y cultural».
Uno de los primeros, si no el primero, en señalar la riqueza carbonífera de Asturias fue Gaspar Cajal, médico en Oviedo y amigo y contertulio de Feijoo, quien, mediado el siglo, enumera la existencia de carbón de piedra «en muchos parajes», en su obra «Historia natural y médica del Principado de Asturias», pero, como apostilla Santullano, «sin extenderse en el particular, que caía fuera del objeto de su estudio».
El comienzo de la minería asturiana de la hulla se produjo de manera casual. Su descubridor, de nombre Francisco Carreño Peón, era cazador, aunque ilustrado, y cierto día de 1750 que salió de caza entró en un monte en el que había fuego, según refiere su nieto Antonio Carreño Cañedo, alférez mayor perpetuo de la ciudad de Oviedo, en un informe sobre las minas de carbón de piedra y otras especies redactado en 1787: «Tomó fuego habrá unos cincuenta años el monte Carbayín, sito en la referida parroquia de Valdesoto, y habiendo ocurrido la casualidad de comunicarse a una de las minas de carbón piedra que contiene, adquirió tal incremento que conservó la lumbre por espacio de cinco meses. Cazando mi abuelo en él, advirtió que se le hundía el terreno bajo los pies, y, observando con más intención, conocía que había fuego: buscó un palo de cuatro varas de largo y, metiéndole en el terreno, halló que sin dificultad le admitía: investigó y adquirió de los paisanos la historia del suceso, vino en conocimiento que no podía tener otro principio el fenómeno que hallarse en aquel paraje alguna mina de carbón de piedra por la noticia que había adquirido de ellas en la lectura de los autores ingleses».
De haberse tratado de otro cazador con menor curiosidad intelectual y lecturas de autores ingleses, que ya habían descubierto en su país lo que en el nuestro estaba por descubrir, tal vez la existencia de carbón de piedra se hubiera retrasado en Asturias todavía algunos años. Pero el benemérito Carreño Peón, como buen ilustrado, decidió ir al fondo del asunto y, convencido de que los fuegos no conducían a las puertas del infierno, dio con el primer yacimiento asturiano de carbón, pues «hizo cavar en la parte que el terreno resistía más a la sonda y descubrió en efecto el carbón, del que extrajo varias porciones, conservando el fuego lo restante, hasta que las nieves del invierno lo apagaron».
Y no se detuvo ahí Francisco Carreño Peón, sino que presentó a la Diputación General del Principado muestras del mineral, mas sin que ésta concediera la menor importancia al descubrimiento, por lo que, en consecuencia, su explotación «se llevó a cabo por los aldeanos que extraían el carbón de forma rudimentaria para satisfacer sus necesidades domésticas o para la atención de las fraguas de los herreros».
«Hasta 1767 no encontramos muestras del interés oficial por el carbón de piedra -continúa Gabriel Santullano-. En este año, sin embargo, se decretan una serie de medidas protectoras por las cuales se ordena al arsenal marítimo del Ferrol la utilización exclusiva de combustible asturiano. Dicha disposición fue completada por la real orden de 1771, por la que se disponía el fomento y protección de las minas».
En 1773, el Gobierno comisionó a un facultativo para que examinase las posibilidades carboníferas de Asturias, quien, tras recorrer las minas de la parroquia de Valdesoto y otras situadas en el concejo de Langreo, llegó a la conclusión de dar a tales minas «por tan buenas como las de Inglaterra», razón por la que la Real Hacienda sacó a remate un asiento «para abastecer de este género el Departamento del Ferrol y fábricas de La Cavada, con la precisa condición de que el carbón fuese de los minerales de Valdesoto o Langreo».
Campomanes impulsa el interés hacia el carbón asturiano y el ordenamiento del sector, que se inicia con la ley de 20 de mayo de 1780, dictada por orden de Carlos III bajo el epígrafe de «Beneficio de las minas de carbón de piedra y concesión de privilegios y gracias a veinte años para fomentarlo», en el que se tenía en cuenta «la abundancia de minas de carbón de piedra que hay en estos dominios, y las considerables ventajas que pueden resultar a mis vasallos de su beneficio por la escasez de montes y aumento del consumo de leña que cada día se experimenta». Los curas, desde los púlpitos, se convirtieron en propagandistas del consumo del carbón de piedra, por indicación de la superioridad eclesiástica, y lo hicieron con entusiasmo, algunos por espíritu ilustrado y otros con objeto de preservar los bosques, arrasados, según observa el viajero inglés Edward Clarke, por las necesidades de los astilleros que construían navíos para el servicio de la Armada. Y, en general, la explotación del carbón de piedra «fue secundada entusiásticamente por una minoría de elementos ilustrados que mostró su preocupación por impulsar la industria minera a través de una serie de informes que trataban de llamar la atención de sus contemporáneos sobre las riquezas de la región» (G. Santullano).
El primer informe fue obra del conde de Toreno (el padre del conocido político e historiador), quien entre 1777 y 1781 señaló yacimientos de posible explotación no sólo de carbón de piedra, sino de mármoles y de amianto, mineral que hasta entonces era desconocido en el Principado; y al que sigue en 1787 el informe de Carreño Cañedo, nieto del cazador curioso que había observado que la tierra ardía y echaba humo, y que puede ser considerado como el primero dedicado al carbón de manera exclusiva.
La riqueza carbonífera de Asturias tuvo como contrapeso muy importante la carencia o dificultad de las comunicaciones, tanto por tierra como por mar. Había carbón, abundante y de calidad, pero la dificultad no se reducía a extraerlo de los valles profundos en los que se encontraba, sino a sacarlo de ellos a través de caminos insuficientes o sencillamente inexistentes.
Tanto para conducir el carbón a la Meseta a través de los puertos altos, o por mar, era preciso, antes que cualquier otra cosa, abrir caminos aceptables. «A diferencia de lo que sucedió en Vizcaya, donde los minerales se encontraban cerca del los puntos de embarque y no fueron necesarias grandes inversiones en infraestructura, en Asturias, la situación alejada de las minas y los problemas de transporte limitaron la importancia de la demanda exterior y, por tanto, de la acumulación de beneficios por esa vía, de tal manera que la minería del carbón no fue entonces la base de la expansión industrial», señala el profesor Ojeda, al menos hasta el establecimiento de la industria del hierro instalada en los valles carboníferos para aprovechar el combustible a pie de fábrica. Hasta que esto se produce, y con ello el desarrollo de las explotaciones mineras, la gran preocupación fue la de la mejora de las comunicaciones, sin lo cual el carbón continuaría encerrado en los valles, tal como estaba desde remotas eras geológicas.
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