Podemos comenzar por contestar que porque es patrimonio, simplemente. ¿Alguien cuestionaría por qué rehabilitar una casa de arquitectura tradicional, una indiana o un edificio religioso del siglo X? La pregunta es tan simple que la respuesta no puede ser más obvia; la misma que dio el montañero francés Lionel Terray a la pregunta de ¿por qué subir montañas? (supongo que hecha por una persona cómodamente sentada en el cálido salón de su casa), porque están ahí, contestó él.
Nosotros podríamos ir un poco más allá y contestar que conservamos nuestro patrimonio industrial, además de porque está ahí (-aquí- en nuestro caso), por su valor histórico y simbólico (con significado social). Como vamos a argumentar, cualquier territorio, pongamos por ejemplo Asturias, no se entendería (perdería su memoria, su historia, su identidad, sus referencias sociales) sin la correcta conservación de su patrimonio, sea este Paleolítico, Neolítico, de la Edad de los Metales, Prerrománico, Románico, Gótico o Barroco y, más cerca, etnográfico-rural, modernista o industrial. Porque lo que somos como grupo es el producto histórico de todo lo pasado, de los que estuvieron y construyeron lo que ha llegado hasta nosotros.
Y en las cuencas mineras no digamos. Fijémonos en lo obvio, que a veces es lo que pasa más desapercibido; la actividad industrial nos da nombre -cuencas mineras-, y olvidar ese apelativo porque tal actividad está en recesión sería como si cada uno de nosotros dejara de usar sus apellidos familiares porque los antepasados que los llevaron por primera vez son ahora un puñado de polvo. Y hablando de patrimonio, ¿derribaríamos la casa de nuestros antepasados porque ya no vivimos de la ganadería y la agricultura y nosotros ya no vivimos de esa actividad? No, claro.
Pero no, claro, ahora, porque hay que recordar que no hace tanto tiempo (en los años sesenta y setenta del pasado siglo) las casas de aldea se tiraban para construir otra «más moderna» o, en el mejor de los casos, se cubría con plaqueta la fachada de piedra y se cambiaban las ventanas de madera por otras de aluminio porque, se decía dando una explicación que no se había pedido, eran materiales modernos, «muy limpios» y que daban «pocu trabayu». Con esto lo que en realidad mostrábamos era el deseo colectivo de romper con un pasado rural identificado como atrasado y pobre, y de vincularnos al presente industrial, adelantado y rico que nos deslumbraba. No queríamos recordar de dónde veníamos, queríamos borrar las huellas que conducían hasta nosotros desde aquel pasado lleno de hambre y fatigas hasta aquel presente de incipiente abundancia y comodidad, como el nuevo rico que intenta ocultar ante sí mismo y ante los demás su pertenencia a una familia pobre.
Pero eso fue cambiando a partir de los años ochenta, con nuestra incorporación al grupo de países desarrollados y a la socioeconomía de la información y los servicios, ¡vaya si hemos cambiado! Ahora no ocultamos aquel pasado rural, antes al contrario, en este mundo nuestro, caracterizado por el consumo descontrolado, la superabundancia de información y el cambio voraz en el que es fácil sentirse inmerso en un totum revolutum en el que nada ni nadie parece tener ni origen, ni sentido, se comprende que la casa de la aldea se haya convertido en el elemento que nos ancla, que nos fija, que nos aporta identidad y sentido. De hecho, para los que carecen de una casa familiar de aldea (¡tantos!) y pueden permitirse la compra de una (¡tan pocos!) se construyen nuevas a imagen y semejanza de las antiguas (estilo tradicional) como un simulacro que satisfaga esa necesidad de historia familiar, de raíces de las que se carece en la «sociedad googlizada». A los replicantes de «Blade Runner» (Rachel, Pris, León, Zhora, Roy) se les implantaban recuerdos para dotarlos de identidad como personas; sin ellos eran sólo «máquinas replicantes», con ellos se convertían en humanos. Ésa es la importancia y la función de la memoria, de la historia, de los recuerdos.
Por eso ahora ya no se tiran las antiguas casas familiares, ahora las rehabilitamos y la cuadra la convertimos en salón-cocina. El hecho de que haya dejado de ser usada para la finalidad con la que fue construida (vivienda como unidad de explotación agro-familiar) no hace que la derribemos, le damos otro uso (como segunda residencia, como establecimiento hotelero, como museo etnográfico, como taller de creación artística, etcétera) y en cualquiera de ellos nos sigue aportando la utilidad inmaterial a la que nos referimos, identidad de pertenencia a un grupo -familiar- gracias a su significado simbólico que da contenido a esa intra-historia a la que apelaba Unamuno, que nos dota de memoria personal, nos hace humanos (como deseaban los «replicantes»).
Esto es válido para los grupos familiares y también para las sociedades. Para la de las cuencas mineras la «casa de aldea» familiar es su patrimonio industrial; es el que nos da identidad como grupo, el que nos dota de memoria colectiva, de recuerdos, son nuestras raíces, nuestros símbolos, por eso no lo derribamos, lo conservamos para mantener nuestra identidad como sociedad, como pueblo.
Conservados como símbolos con significado social colectivo, los nuevos usos con que dotamos a nuestro patrimonio industrial son muy variados y pueden serlo aún más. En las cuencas mineras hemos recuperado y conservado nuestro patrimonio industrial para albergar espacios museísticos, pinacotecas, hoteles, centros de empresas y telecentros. Los hemos empleado para albergar industrias nuevas y como nuevos polígonos industriales, y podrían ser empleados como viviendas, como centros tecnológicos, comerciales, deportivos, lúdico-recreativos..., como espacios para la creación y la expresión cultural y artística, etcétera, etcétera.
En todo caso, cualquiera que sea el nuevo uso que le demos a nuestro patrimonio industrial, hay uno que ya nunca perderá, ese que, por obvio, puede resultar invisible. Las antiguas naves, castilletes, refrigerantes, bocaminas, talleres y chimeneas son nuestros «totems» o emblemas del grupo del que descendemos, que nos dicen, como el poema de Alberto Vega «Edad», que «Aquí vivieron días gigantescos / hombres color de viento y de montaña / que dieron a sus hijos un pedazo / de tierra, alguna bella / superstición que ellos mismo heredaron / y un coraje capaz de hacer temblar el siglo». Por eso, como ejemplifican las dos viejas y pequeñas chimeneas de la desaparecida fábrica de Refracta en La Felguera, conservadas en pie sin ningún uso tangible, nuestro patrimonio industrial nos recuerda de dónde venimos, quiénes fueron los que nos precedieron y por eso (aunque sólo sea por eso) merece la pena que sea conservado.
Para reflexionar, proponer y hablar sobre los viejos y nuevos usos de nuestro patrimonio industrial, la asociación Cauce del Nalón, en colaboración con el programa de actos de conmemoración del 400.º aniversario de la Universidad de Oviedo, reúne hoy, viernes, 16 de noviembre, a las ocho de la tarde, en el Centro de Extensión Universitaria de la Casa de la Buelga (Ciaño), a Aladino Fernández García, geógrafo y experto en patrimonio industrial; a Jovino Martínez Sierra, arquitecto, autor de varios proyectos relacionados con su recuperación, y a Rosario Alonso, profesora de Derecho Administrativo y redactora de la ley de Patrimonio Cultural de Asturias. Estáis tod@s invitad@s.
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